Convenio y concierto subscrito en el siglo XVIII entre los concejos del Valle de Redondo, Brañosera, Celada de Roblecedo, Salcedillo y Herreruela para la fabricación de muelas de molino.
Por Miguel Vicente Basterra Adán (PDF – 353 Kb)
Breves notas sobre la fabricación de muelas de molino en la montaña palentina
«Al Socayo», revista palentina de cultura tradicional, nº 5, Artículo de Fernando Cuevas Ruiz
Sabemos que ya no existen zonas vírgenes en nuestro entorno, por muy primitivas que puedan parecemos las masas forestales de nuestras montañas, hasta el impenetrable bosque cadu-cifolio lleva miles de años sufriendo las alteraciones derivadas de la intervención humana.
A pesar de estas transformaciones no debemos olvidar que los sistemas productivos que desarrollaron nuestros antepasados respetaban ante todo el equilibrio de la naturaleza. Esta forma de relacionarse con el medio y con el resto de individuos corre seno peligro, en las últimas décadas asistimos al progresivo abandono del medio rural y con él a la perdida de sus prácticas tradicionales.
Cada año comprobamos la desaparición de alguna de estas costumbres; la gente se marcha, las casas se abandonan, y no podemos olvidar que sólo el pueblo puede ser el depositario de estas tradiciones.
Es triste que debamos resignarnos a esta evidencia y puede que sea hora de empezar a plantearse otros modos de preservar una herencia que nos vincula con nuestro pasado. Los museos etnográficos, la recuperación de la memoria oral o la creación de talleres destinados a salvar viejos oficios, suponen alternativas viables a esta crítica situación.
Este artículo esta encaminado a que al menos quede constancia de una de esas practicas, hoy en desuso, que en otros tiempos fue de vital importancia para los habitantes de! norte de la montaña palentina, la fabricación de piedras de molino. Para pueblos como Brañosera, Salcedillo, Celada de Roblecedo, Herreruela de Castillería o el Valle de los Redondos esta actividad fue un importante recurso económico que completaba otras áreas como la agricultura o la ganadería.
Cada vez es mas difícil encontrar quien nos relate, con nostalgia y cariño, la ardua tarea de selección hasta encontrar la roca idónea, como a base de golpes y paciencia la piedra iba tomando la forma deseada, como muchas de ellas se estropeaban y se volvían inservibles, y finalmente, el gran esfuerzo que suponía trasladar las piedras de molino, ya acabadas, desde las montañas a los valles.
Pero si queremos descubrir el auge de este oficio en la zona, su importancia económica o la necesidad de un reglamento que asegurase el correcto funcionamiento de este tipo de comercie debemos acercarnos a la memoria escrita.
De especial interés resultan dos documentos conservados en Valladolid, el primero fechado el 16 de septiembre de 1706 en Brañosera y su continuación el 5 de febrero de 1744 firmado en Herreruela. En ellos se recoge el convenio firmado entre los concejos del Valle de Redondo, Brañosera. Celada de Roblecedo, Salcedillo y Herreruela con relación a la fabricación de muelas de molino, su calidad y su tamaño.
Existía un compromiso antiguo entre los distintos concejos en cuanto a la fabricación de piedras de molino. Este acuerdo determinaba el número de piedras que cada vecino de los distintos enclaves podía fabricar al año. En virtud del cual si las piedras excedían las dos varas de largo y siete dedos de vara de grueso los vecinos de Brañosera podían elaborar nueve, los de Salcedillo ocho y siete los de Herreruela, Celada y Valle de Redondo. La vara equivale a cuatro pies, o lo que es lo mismo, 0,84 metros y I 6 dedos de vara corresponden a I pie ó 0,28 metros. Por lo tanto estas piedras medían aproximadamente 1,68 metros de largo por 0,1225 metros de grueso.
Para no saturar el mercado debían evitar la salida descontrolada de piedras, de ahí la necesidad de un documento escrito y vinculante que regulara la medida de las piedras y recogiera a la vez la sanción correspondiente a quien infligiera los términos del convenio.
Los lugareños tenían total libertad para fabricar piedras de menor tamaño, podían elaborar todas las que quisieran, ya que el convenio sólo se refería a las que «…excedan de esas marcas…», «…por cada piedra en que se reconociese dicho exceso trescientos real de vellón…», «Que cada uno de dichos lugares haia de tener y tenga en su Archivo medida de largo y grueso para dichas piedras…». «Que ningún vecino […] pueda vender piedra alguna fuere de dichos lugares aquí comprehendidos a otra persona y no tenga molino…», «Que ningún vecino […] pueda llebar ni sacar más piedras de las referidas ni comprarlas ni alargarlas a otro vecino…».Y así hasta más de nueve capítulos. En caso de incumplimiento se especificaba una compensación para el concejo en forma pecuniaria con el famoso vellón o en especie.
Estos textos no solo nos descubren los pormenores del comercio de piedras de molino, también nos hablan del Concejo y de como los lugareños se reunían a «campana tañida». Nos dejan constancia de los representantes del Concejo, de! oficial concejil, el procurador genera!, los mayordomos de propios o el escribano. Nos acercan a un tiempo, en el que los pequeños núcleos de población aún poseían capacidad autonormativa y podían instaurar leyes propias. Un tiempo con una justicia basada en la satisfacción como pena, un principio que por simple no deja de ser enormemente practico.
Ya no se oyen en las montañas los ecos de los golpes de las picas sobre las piedras, los viejos molinos ya no aprovechan la fuerza del agua para moler el grano y elaborar la harina. Las nuevas generaciones no reconocen los nombres de los elementos y herramientas que llenaban los molinos, ya no hay nadie que recuerde el palón, el alivio, el rodete, el parauso o el husillo. El viejo molino está vacío, no está el molinero arrodillado, tallando con paciencia la piedra desgastada, nadie coge el piquete, la claveta de molino, el cincel, el pico y las picas para volver a dar profundidad a los radios, los cordones y el rallón, de la piedra volandera o la de cama.
Aunque se puede ver algún molino funcionando, es muy raro, que lo haga como a principios del siglo XIX. Hace tiempo me contaron que las piedras se traían del extranjero, desmontadas en piezas. Seguramente las fabrican con maquinaria moderna, ahorrando mucho tiempo y esfuerzo. La verdad es que no se como se hacen ahora, pero tampoco me importa. Como también carece de importancia, para mí, las modernas herramientas hechas de nuevos materiales que compramos baratas en las grandes superficies comerciales. Como dijo J. Seymour «La producción en masa es la que posibilita que los miembros de la población mundial posean tantos objetos, pero esto no hace que vivamos mejor y gran parte de estas mercancías acabaran rápidamente en el basurero, y su producción provoca la contaminación de nuestro planeta».
Cuando trabajo con el viejo martillo heredado de mis mayores, hecho sin duda, por un hábil artesano, siento la textura del material y disfruto de sus formas prácticas y bellas y me pregunto si aún estamos a tiempo de corregir muchos de los errores que hacen nuestras vidas más pobres y mediocres. Y como Seymour añoro y envidio a los artesanos que elaboraron estos objetos. Gente que luchaba por sobrevivir, pero «disfrutaban de su trabajo. Se enorgullecían de él y si se mostraba un sincero interés, les encantaba enseñar lo que estaban haciendo y como lo hacían».
Paseando con algún conocido por las montañas de mi tierra, los altos de Valdecebollas, el Cueto, Prado Collado, Pamporquero o PeñaTejedo, o descendiendo por los cauces de los cursos altos del Pisuerga, el Camesa, El Rubagón o el arroyo de Herreruela, a veces, en medio de la nada o detrás de cualquier camino escondido entre las encendidas hayas del otoño, descubro los restos de alguna de estas piedras de molino. Deterioradas por un golpe en la talla, rotas durarte el transporte; allí las encontramos, algunas medio enterradas, otras colocadas sobre piedras para facilitar su tallado, camufladas con líquenes y musgo, de nuevo integradas en el bosque, como si siempre hubiesen formado parte de él.
Ante estas piedras dejo la mochila y le hablo a mi compañero de las gentes de mi tierra, de cómo elaboraban las muelas, de mi boca surgen las viejas palabras de la piedra y el molino. Le cuento para que servía el seno en la picadura de las muelas, como el grijete unía la piedra con el palón o como al final caía la harina por la boquera.
Mi compañero me mira y yo le sigo hablando de esos lugareños que se reunían a «campana tañida», de cómo aprovechaban los frutos del bosque, regulaban la corta de árboles. De los artesanos fabricando los viejos útiles, de una sabiduría transmitida de padres a hijos. Que lejos la vida y las privaciones de aquellas gentes de nuestra llamada sociedad de bienestar, de los horarios de las fábricas o del solo somos lo que poseemos. La verdadera felicidad no solo debe estar en el ocio, el trabajo también debe constituir un placer.
Cuando enseño las piedras y cuento su historia colabore a que no caiga en el olvido parte de ese mundo. Aunque nos cueste reconocerlo van desapareciendo los viejos oficios y el antiguo modo de relacionarse con el entorno. Y lo que es peor se pierde el recuerdo de esa cultura, como dijo John Berger: ”Si se pierde la memoria se elimina la esencia del ser humano. El hombre empieza a serlo por el respeto a sus muertos».